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Miles de personas en el mundo han recuperado la alegría y el encanto de la vida.

Talleres de Oración y Vida

Padre Ignacio Larrañaga

Miles de personas en el mundo han recuperado
la alegría y el encanto de la vida.

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Padre Ignacio Larrañaga

HACIA EL INTERIOR

Cuando el alma intenta entrar en la comunicación con el Señor, lo primero que tiene que hacer es vivificar la presencia del Señor, después de dominar y recoger las facultades.

El alma ha de tener muy claro que Dios está objetivamente presente en su ser entero al que comunica la existencia y la consistencia.

Habrá que recordar que Dios nos sostiene. No es El caso de la madre que lleva a la criatura en sus entrañas, sino que, en nuestro caso, Dios nos penetra, envuelve y sostiene.

Dios está más allá y más acá del tiempo y del espacio. Está en torno mío y dentro de mí, y con su presencia activa alcanza las más lejanas y profundas zonas de mi intimidad. Dios es el alma de mi alma, la vida de mi vida, la realidad total y totalizante dentro de la cual estamos sumergidos; con su fuerza vivificante penetra todo cuánto tenemos y cuantos somos.

A pesar de tan estrecha vinculación, no hay simbiosis ni identidad, sino una presencia activa, creadora y vivificante. Esta realidad última del hombre la expresa el salmista con una incomprensible expresión poética:<> (Sal 86). La recitación pausada de algunos salmos al comienzo de la oración puede servir para hacer “presente”  al Señor.

Es necesario avanzar hacia el interior porque solo el hombre interior percibe a Dios.

La sabiduría de esta contemplación es el lenguaje de Dios al alma, de puro espíritu a espíritu puro. Todo lo que es secreto y no lo saben ni pueden decir, ni tienen gana porque no lo ven”.  Las personas que se mueven en el mundo de los sentidos y dominados por ellos, no serán capaces de la experiencia religiosa, al menos mientras estén bajo ese dominio.

El doctor místico (San Juan De la Cruz) distingue como una periferia del alma, que imagina como unos arrabales bulliciosos; serían los sentidos y la fantasía, un mundo que con su agitación impide observar los pasajes más interiores. Y avanzando más adentro, el santo distingue la región del espíritu que es una “profundísima y anchísima soledad…, inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin”

Es lo que llamamos el alma, una región fronteriza entre el hombre y Dios, quiero decir, es simultáneamente realidad humana y teatro de la acción divina, un universo realísimo como la pared que tocamos, pero  cuya percepción a la generalidad de los hombres nos escapa completamente porque vivimos en la periferia; los hombres interiores lo distinguen y perciben nítidamente aunque también ellos andan apretados para traducirlo en palabras.

 “El centro del alma es Dios, al cual cuando el alma hubiera llegado según toda la capacidad de su ser, y según la fuerza de su operación e inclinación, habrá llegado al último y más profundo centro suyo en Dios, que será cuando con todas sus fuerzas entienda llame y goce a Dios…” (San Juan De la Cruz)

 Como el alma sea la región fronteriza entre Dios y el hombre, el Santo le explica de la forma siguiente: viene a decir que la profundidad del alma es proporcional a la profundidad del amor. El amor es el peso que inclina la balanza hacia Dios porque mediante el amor se une el alma con Dios, y cuanto más grado de amor tuviere, tanto más profundamente el alma se concentra con Dios.  Para que el alma esté en su centro (que es Dios) basta que tenga un grado de amor. Y cuantos más grados de amor tuviere el hombre, en esa misma proporción va centrándose y concentrándose en Dios, tantos círculos adentro. Y si llega hasta el último grado de amor divino, se habría abierto el último y más profundo centro del alma.

Puede ocurrir pues, que se vayan cavando sucesivas profundidades en la sustancia del alma. Y en cada profundidad el rostro de Dios brilla más, su presencia es más patente, el sello transformante más hondo y el gozo más intenso. Entiéndase bien: necesariamente tengo que hablar en figuras, quiero decir percibir, distinguir. El alma (así como también Dios) es inalterable. En la medida en que se va viviendo la fe, el amor y la interioridad, se distinguen nuevas zonas.

Esta grandiosa realidad la simboliza Santa Teresa con las diversas moradas de un castillo, como dependencias cada vez más interiores.

Por eso dice Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él, y haremos morada en el” (Jn 14,13). Y a mayor amor, una morada más interior y entrañable. En estas regiones profundas de sí mismo es donde el alma experimentará la presencia activa y transformadora de Dios.

Tomado del “Libro Muéstrame tu Rostro” de padre Ignacio Larrañaga OFM