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Miles de personas en el mundo han recuperado la alegría y el encanto de la vida.

Talleres de Oración y Vida

Padre Ignacio Larrañaga

Miles de personas en el mundo han recuperado
la alegría y el encanto de la vida.

Talleres de Oración y Vida

Padre Ignacio Larrañaga

María guardaba y meditaba estas cosas (Lc 2,19)

¿Qué existe entre la luz y la oscuridad? La penumbra, que no es sino una mezcla de luces y sombras. Computando los textos evangélicos, eso fue la vida de María: una navegación en un mar de luces y sombras.

En el día de la anunciación, por el tono solemne de aquellas palabras, parece que se prometía un caminar al resplandor inextinguible de prodigios. Y resulta que, luego, estaba solitaria y abandonada a la hora de dar a luz. Y tuvo que huir como vulgar fugitiva política y vivir bajo cielos extraños. Y durante treinta interminables años no hubo ninguna novedad, sólo reinó la monotonía y el silencio.

¿A qué atenerse? ¿A lo que parecía prometerse en el día de la anunciación, o a la realidad actual, dura y fría? La perplejidad ¿no habría perturbado nunca la serenidad de su alma? Lo que nos acontece a nosotros, ¿por qué no habría de acontecerle a ella?

¿Qué hacía en tales apuros? Ella misma nos lo dice: se agarraba a las antiguas palabras para poder ahora mantenerse en pie.

Aquellas palabras eran lámparas. Esas lámparas las mantenía la Madre perpetuamente encendidas: las guardaba diligentemente y las meditaba en su corazón (Le 2,19; 2,50). No eran hojas muertas sino recuerdos vivos. Cuando los nuevos sucesos resultaban enigmáticos y desconcertantes, las lámparas encendidas de los antiguos recuerdos ponían luz en la oscuridad perpleja de la actualidad.

Así, la Señora fue avanzando entre luces antiguas y sombras presentes hasta la claridad total. Los diferentes textos evangélicos, y su contexto general, están claramente indicando que la «comprensión» del misterio trascendente de Jesús fue realizándola mediante una inquebrantable adhesión a la voluntad de Dios que se iba manifestando en los nuevos acontecimientos.

Eso mismo ocurre entre nosotros. Muchas almas tuvieron en otras épocas visitaciones gratuitas de Dios, experimentaron vivamente su presencia, recibieron gracias infusas y gratuidades extraordinarias, y aquellos momentos quedaron marcados como heridas rojas en sus almas. Fueron momentos embriagadores.

Pasan los años. Dios calla. Esas almas son asaltadas por la dispersión y la tentación. La monotonía las invade. Se prolonga obstinadamente el silencio de Dios. Tienen que agarrarse, casi desesperadamente, al recuerdo de aquellas experiencias vivas para no sucumbir ahora.

La grandeza de María no está en imaginarse que ella nunca fue asaltada por la confusión. Está en que cuando no entiende algo, ella no reacciona angustiada, impaciente, irritada, ansiosa o asustada.

Por ejemplo, María no se enfrenta con el muchacho de 12 años: «Hijo mío, no entiendo nada, ¿qué acontece? Por favor, explícame, rápido, el significado de esa actitud.» María no dice a Simeón: «Venerable anciano, ¿qué significa eso de la espada? ¿Por qué este niño tiene que ser bandera de contradicción?»

En lugar de eso, toma la actitud típica de los Pobres de Dios: llena de paz, paciencia y dulzura, toma las palabras, se encierra sobre sí misma, y queda interiorizada, pensando: ¿Qué querrán decir estas palabras? ¿Cuál será la voluntad de Dios en todo esto? La Madre es como esas flores que cuando desaparece la claridad del sol se cierran sobre sí mismas; así ella se repliega en su interior y, llena de paz, va identificándose con la voluntad desconcertante de Dios, aceptando el misterio de la vida.

Tomado del libro “El silencio de María” capitulo II apartado: “Entre la Luz y la oscuridad” de padre Ignacio Larrañaga