Alguien abría las puertas
Está anocheciendo. Fue un día luminoso y cálido. En el transcurso de sus horas, con frecuencia, al detener los pasos, me invadía una extraña sensación: alguien ha tomado mi lugar, me decía, alguien me ha suplantado. Me sentía como un títere movido por los hilos invisibles de alguien que toma la iniciativa, que habla en mi lugar, que camina y actúa en mi lugar.
Al fin de esta larga jornada tengo una evidencia empírica: alguien me ha agarrado por los cabellos como a Ezequiel, me ha levantado por los aires, dejándome ahora en Babilonia, después en Nínive, más tarde en Tebas para proclamar la perentoriedad del Altísimo, su inevitabilidad, su lejanía tanto como su proximidad, su inmanencia y trascendencia, su fascinación y su ternura. Yo no he sido un sujeto activo, yo no he hecho nada.
Como lo he repetido tantas veces en estas páginas, alguien abría las puertas delante de mí, y yo entraba. Ha sucedido una y otra vez. Esta evidencia era tan granítica que, por esta razón, las dificultades no me abatieron, los elogios no me conmovieron, los que ponían trampas y cavaban fosas en el camino no consiguieron enredarme, los éxitos no me embriagaron. No experimentaba satisfacción sensible en lo que realizaba, pero sí una tranquila seguridad de quien se sabe conducido de la mano de Su voluntad, y hace lo que debe hacer. Y el resultado es una gran paz.
Tomado del libro “La Rosa y el fuego” capítulo V: “Desde el mástil más alto” de padre Ignacio Larrañaga.







