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Miles de personas en el mundo han recuperado la alegría y el encanto de la vida.

Talleres de Oración y Vida

Padre Ignacio Larrañaga

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Meditar y Vivir

La agonía de Jesús

Los sinópticos nos trasmiten todas las características de una agonía.

Jesús declara sentir «tristeza de muerte» (Mt 26,37). Un agonizante es, ante todo, el que no quiere morir: siente terror por la muerte. Los evangelistas (Mc 14,33; Mt 26,37) traen la palabra pavor, que significa lo mismo. Al mismo tiempo, el agonizante se siente tan mal física y psíquicamente que no le gustaría seguir viviendo. Siente tedio (expresión de los evangelistas) por la vida. Náusea, decimos vulgarmente. Si no quiere morir, si no quiere vivir, el agonizante es un ser desintegrado por fuerzas contradictorias que tiran de él en diferentes direcciones.

Justamente —y esencialmente— eso fue Jesús en aquella noche: un ser estirado brutalmente en dos direcciones por dos fuerzas contrarias: «lo que yo quiero» y «lo que quieres tú».

«Lo que yo quiero» dominó durante el primer tiempo. En nombre de la razón, de la piedad y del sentido común se levantaron todos los interrogantes. La voz de Jesús venía desde las simas más profundas. Cercenar una juventud cuando brillaban tantas esperanzas… ¿Por qué?, Padre Santo, un final sin utilidad y sin sentido, ¿por qué? La vida era tan bonita, Padre, me sentía tan feliz haciendo felices a los demás, y ahora me quitas la alegría de comunicar felicidad, ¿por qué? Un hombre puede perder batallas y ganar una guerra; un hombre puede ganar batallas y perder una guerra, y tú me arrinconas contra esta alternativa, ¿por qué? ¿No me quieres tanto? ¿No eres mi Padre? ¿No es verdad que lo puedes todo? ¿No podrías trocar este cáliz por otro? ¿Por qué tiene que ser precisamente este cáliz?

Y así fueron surgiendo todas las voces de protesta, pero, al final, ya no sé de dónde sacó Jesús las energías oblativas, y degollando todas las voces, dice: Padre mío, hasta ahora sólo palabras necias pronuncié. Mejor, no fui yo quien habló. Habló la «carne». Pero ahora sí; ahora voy a dar mi palabra: ¡No! lo que yo quiero; ¡sí! lo que quieres tú.

  Los sinópticos precisan que Jesús repetía muchas veces las mismas palabras. Podemos tener convicciones; pero lo importante es que éstas lleguen al fondo emocional de donde nacen las decisiones. Es posible, también, que Jesús estuviera en aquella noche en suma aridez. Y por eso necesitaba repetir muchas veces las mismas palabras.

Nunca Jesús alcanzó tanta grandeza como en ese momento «obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8). E identificado con «lo que el Padre quiere», se entrega, lleno de paz, en las manos de sus ejecutores….

Desde este momento hasta que expira en la cruz, Jesús es, en los anales de la historia de la humanidad, un caso único de grandeza: todo El parece una ofrenda de amor. No descubrimos ningún rictus de amargura, ninguna queja; avanza a través de las escenas sin resistencias con una paz infinita, con una serenidad invulnerable, abandonado como un niño humilde en las manos de su querido Padre en medio de una tormenta de golpes, insultos y azotes.

Lo calumnian: no se defiende. Lo insultan: no responde. Lo golpean: no protesta. Con una tal majestad que los sucesivos jueces parecen reos y su silencio parece el juez. Como una oveja ante el trasquilador, como un cordero que es llevado al matadero. Jesús «es llevado» por la tormenta, abandonado incondicionalmente y confiadamente en los designios de su amado Padre hasta que, como un símbolo del abandono que fue su vida entera, terminará diciendo:

«Amado Padre mío, en tus manos entrego mi vida» (Lc 23,46).

Tomado del libro “Muéstrame tu Rostro” capitulo 6 subtítulo “La gran crisis”de padre Ignacio Larrañaga.